Qué es Prozaicamente?

Ficción basada en hechos reales o realidad basada en hechos ficticios. En todo caso, una parte de mi historia "prozaicamente" narrada.

lunes, 28 de julio de 2014

Día 26, mes 1. Pensamientos previos al combate

                                         


Por mi experiencia personal y por lo que he visto a mi alrededor, estoy convencida de que la inmensa mayoría de las relaciones de pareja que fracasan es porque uno de ellos (O ambos) empieza la aventura de unir su vida a otro sobre premisas equivocadas.

Veamos algunos ejemplos:

Opción 1.- Mostrando sólo lo mejor de sí mismo, diciendo sólo lo que el otro quiere oír, haciendo auténtica campaña política de sí mismo, en definitiva. Y una vez que has ganado los comicios, quién se acuerda de las promesas electorales?

Es muy amargo es el momento en el que te das cuenta de que no te van a traer la luna, de que no beberán los vientos por ti, de que el otro no será capaz de cuidarte en la riqueza y en la salud y no te digo nada si lo que te ha tocado en suerte es pobreza y enfermedad. Es desolador encontrarte un día preguntándote a ti mismo: “Es que esta mierda va a ser siempre mi vida?”

Opción 2.- Dándose perfecta cuenta de que hay en el otro cosas que le disgustan, desagradan, molestan, o que directamente les tocan profundamente las pelotas y se dicen a sí mism@s: “Ya cambiará cuando nos casemos/vivamos juntos.”

Craso error.

Lo que nos molesta del otro forma parte intrínseca e inseparable de su ser, y da igual que sean sus convicciones políticas o religiosas, sus simpatías futbolísticas, el apego malsano hacia la tortilla de patatas de su madre (O a su puñetera madre entera), o su asquerosa manía de hurgarse los mocos en privado o en nuestra compañía (O cosas peores, adórnelo la imaginación/experiencia de cada uno)

Estas cosas no cambian. Jamás. Muy al contrario, empeoran. La pena es que uno esto lo sabe cuando es joven. Al menos yo no lo sabía. O no lo vi venir.

Varias veces empecé relaciones condenadas de antemano al fracaso porque por debajo de lo que parecía todo pasión y buenas intenciones había todo un entramado maquiavélico de planes para cambiar al otro que ambos queríamos poner en marcha, de forma más o menos consciente, apenas iniciada la convivencia.

Tengo 46 años. Soy hija, por tanto, de lo que yo llamo la “generación geisha.” Nuestras madres fueron educadas en la idea de que lo más importante es la familia, dentro de la familia lo más importante es el hombre, después están los hijos, y por último, sin más papel que el de chacha y sparring sin sueldo para los hijos y el marido, está la mujer, que está más guapa calladita y cuyo hábitat natural, la cocina, sólo puede ser abandonado ocasionalmente para pasar la fregona por el salón.

Obviamente no es que yo creyera en ese patrón, pero comparte muchos rasgos con el que viví. En primer lugar, estaba la creencia de que una mujer no es nada sin un hombre a su lado. Y sobre todo la tendencia innata a sentirme San Martín de Porres, a hacer caridad con cada hombre que pasaba por mi lado porque necesitaba ganarme su afecto, sentirme necesaria:  Yo, ser imperfecto, necesitaba redimir mi imperfección salvando a los demás, mejor aún si eran almas descarriadas de sexo masculino.

Mi absurda necesidad de emparejarme a toda costa, pues, me llevó a tener varias relaciones de codependencia de hombres con adicciones y también varias relaciones con hombres que padecían complejo de Edipo, sin olvidar por supuesto al dominador.  Para que la cosa no fuese aburrida los iba alternando, y además, mientras estaba inmersa en una relación afectiva dañina, normalmente caía también en las redes de alguna amistad tóxica que terminaba de comerme la moral hasta hacerme sentir como un moco.


Unas y otras eran fantasmas que había que cargarse.

Pero en qué orden? Después de una breve reflexión decidí hacerlo cronológicamente. Y así os los presentaré a partir de la próxima entrega, empezando por “El nene de mamá.”

Pero eso será después del verano. Prozaicamente se va de vacaciones hasta septiembre.
Mientras tanto, disfrutad del verano y volved con las pilar cargadas, porque va a ser un otoño interesante.

Hasta pronto…


miércoles, 16 de julio de 2014

Día 20, mes 1. Caminanta, no hay camino.



Habían pasado unos días desde mi primera visita a Andrea y me sentía algo decepcionada.

Después del subidón de autoestima que me provocó el haber tomado finalmente la decisión de hacer algo para cambiar mi vida, llevaba una semana tomando las pastillas que me había recetado y lo único que notaba (Y no era poco) es que dormía mejor, aunque mi apetito parecía más o menos el mismo y las ganas de darme atracones iban remitiendo pero no desaparecían del todo. Decidí tener paciencia, y por supuesto no rendirme antes de volver a hablar con Andrea.

Pero durante la segunda semana algo empezó a cambiar.
De repente no sentía la necesidad de estar comiendo a todas horas. Pensaba en dulces en general, o en chocolate en particular, y no sentía nada en especial. El impulso de realizar incursiones intempestivas a la despensa y saqueos despiadados a la nevera, de repente se habían esfumado.

Cuando me di cuenta me senté muy quietecita en un rincón y respiré profundamente. Me dije a mí misma “Genial, pero tú haz como si nada hasta la próxima visita a Andrea”.

Aún faltaba otra semana para la siguiente cita y hasta entonces todo fue mejorando. Cada día me encontraba más tranquila, y al mismo tiempo con más energías. Empecé a sentir hambre, hambre de verdad, porque sin proponérmelo, sólo comía 3 veces al día. Era una sensación que ya casi no recordaba. Había perdido la cuenta de cuánto tiempo llevaba con la panza permanentemente llena. El día ya no se me hacía eterno, conseguía hacer todo lo que me proponía sin cansarme, ya no me limitaba a sobrevivir a partir de las 5 de la tarde. Ahora vivía, por primera vez en mucho tiempo.

Cuando volví a ver a Andrea lo primero que me dijo fue que en mi anterior visita se le olvidó decirme que el tratamiento tardaba en hacer efecto y que no me preocupara si no notaba nada al principio, que a algunos pacientes les llevaba un mes notar mejoría.

Me dijo que no eran muy frecuentes los casos como el mío, en los que el paciente empieza a darse cuenta del cambio cuando lleva poco más de una semana de tratamiento, pero que aún así me recomendaba esperar un par de meses para intentar ponerme a dieta.

Me marché de la consulta con más recetas y con una sonrisa que no me cabía en la cara. Al llegar a casa me pesé y la báscula me dio una sorpresa increíble: Había perdido cuatro kilos en un mes. Sin hacer régimen. Sólo tranquilizándome. Esto prometía!

Al día siguiente salí a caminar. Andar, creo que ya lo he dicho antes, se ha convertido en mi forma de meditar. Me pongo la música adecuada y me psicoanalizo mientras voy caminando por el campo. Lo que ocurre es que hasta entonces, en cuanto la música me hacía evocar ciertos recuerdos, los fantasmas salían y como no tenía huevos para enfrentarme a ellos, cambiaba de canción y el psicoanálisis quedaba para otra ocasión.

Pero ese día me di cuenta de que contra los fantasmas es mejor luchar de uno en uno. Así que de uno en uno me los fui cargando de una vez por todas y sin compasión.


Cada fantasma era una relación dañina, y se corresponde con estereotipos que todos conocemos más o menos de cerca. Cada una tendrá su propio capítulo. Por cada capítulo escrito, un fantasma muerto. Con todos los fantasmas muertos comencé a renacer y a sentirme… Prozaicamente viva.

martes, 8 de julio de 2014

Día 8, mes 1: A la cuarta va la vencida




No una, ni dos, sino tres veces pedí cita con un psiquiatra para plantearle mis problemas con la comida, mi angustia, mi depresión, mis inseguridades y miedos, mis traumas, etc. Y las tres veces anulé la cita en el último momento. Lo que viene siendo acojonarse. Pero esta vez tenía que ir a por todas. Así que pedí una cuarta cita. Y ésta no la anulé.

Ya lo sé. Un 75% de vosotros previsiblemente dirá “Y no has pensado en ir al psicólogo?” Sabía que me lo iban a preguntar muchas personas. Incluso aposté conmigo misma a que ésa precisamente sería la reacción de una de mis mejores amigas cuando le contara mis propósitos. Tengo que decir que no me causó especial satisfacción ganar la apuesta, más bien al contrario.

A todos los que estéis pensando que "empastillarse" es un error, cordialmente os digo que es una generalización y una simplificación, y que además es falsa y está motivada por la tan hispánica y atávica costumbre de juzgar y automáticamente rechazar lo que no se conoce. Me atrevo a asegurar que más del 90% de las personas que opinan que tomar fármacos por un problema psicológico es de débiles, y que las pastillas lo único que hacen es atontarte e impedirte pensar con claridad, lo dicen de oídas. Creedme: Nada más lejos de la realidad. Ahora más que nunca, puedo afirmarlo con conocimiento de causa. La psiquiatría ha evolucionado notablemente desde los tiempos del shock eléctrico, las duchas frías, la sedación sistemática y la lobotomía, en serio, me he documentado concienzudamente al respecto.

Por otra parte, no es que no crea en la psicología en general o en los beneficios de la terapia en particular. Pero tengo experiencia en ese campo. Hice terapia después de divorciarme porque tenía la autoestima tan baja que mirando hacia abajo con unos prismáticos no la veía. Y después de unas cuantas sesiones y sobre todo de mucho trabajo personal llegué a un punto en el que más o menos comenzaba a verla con las gafas de lejos. Pero me quedé ahí. La terapia puede reportar muchos beneficios, sobre todo si uno se somete a ella con una mentalidad muy abierta, sin poner barreras a lo que te vas encontrando en el proceso de excavar en ti mismo. Y en aquel momento yo no estaba dispuesta a seguir excavando. Simplemente solté la pala y salí corriendo. Ni la Gestalt ni el conductismo tienen la clave de todos los problemas. No hay soluciones estándar, esto no es como comprar ropa en Zara. Hace falta un auténtico traje a la medida de las necesidades de cada uno y a veces el sastre no puede trabajar ni de la forma ni con la velocidad que nos gustaría.

Qué quiero decir con todo esto? Que hacer terapia para mí en el momento de la epifanía del espejo hubiera sido como pedirme que hiciera el camino de Santiago por la ruta francesa partiendo de Roncesvalles, bajando primero a Cádiz, y subiendo por el Algarve en lugar de ir hacia Santiago bordeando el Cantábrico. Llegar, lo que se dice llegar, claro que llegas. Pero empleas mucho más tiempo, más esfuerzo y te salen más ampollas en los pies, dónde va a parar. Y yo por edad y por carácter necesitaba una ruta más directa para atacar mis problemas antes de que se me comieran viva. No disponía de tiempo para ahondar en mis traumas, ni para hacerme una reestructuración cognitiva que puede ser un proceso de meses o incluso años, y que en todo caso ya sé a dónde me tiene que llevar. Eso de momento se puede quedar en tareas pendientes. Los traumas de uno en uno, por favor.

Así que una bonita tarde de finales de marzo conocí a Andrea, mi psiquiatra. Me gustó nada más verla. Joven, afable, sonriente, y totalmente diferente al estereotipo que algunas personas se han formado  de los psiquiatras, que tienen una fama inmerecida de ser unos señores que no te escuchan y que sólo te recetan toneladas de pastillas que te atontan. Nada más alejado de la ealidad.

Aquel día antes de salir de casa estuve casi una hora haciendo ejercicios de relajación y respiración controlada para no echarme a llorar en cuanto entrara en la consulta. Estaba al borde… No sé exactamente de qué, pero me sentía al límite, literalmente al borde de algo. Como si hubiera llegado al final de un camino y al final hubiera sólo un precipicio al que por supuesto no quería saltar.

Conseguí explicarme con bastante serenidad y me sentí genial después de haber hablado con Andrea. Me hizo sentir comprendida, me ayudó a entender que no soy un bicho raro, que hay muchas personas con problemas como los míos, y me preguntó si quería empezar a hacer terapia inmediatamente o si creía que me vendría bien algún tipo de ayuda farmacológica para empezar.

Mi respuesta fue más o menos: “Veamos… Duermo 3 horas al día… Me duele todo… Estoy siempre agotada… No pienso más que en comer, y el 75% de las veces lo único que quiero es chocolate… Mi estómago está hecho trizas… Mi sistema nervioso está al borde el colapso… Bueno, creo que algo de ayuda sí que necesito!”

Andrea sonrió y empezó a extender recetas y a explicarme el plan a seguir. Me despedí de ella sintiendo algo parecido a la tranquilidad.

Aquella misma tarde, de camino a clase, entré en una farmacia muy antigua y bonita (Y por supuesto desconocida y alejada de mi casa, que una es muy echá palante pero no se veía capaz de comprar en su barrio un arsenal de pastillas de esas que sólo te dan si facilitas tu DNI porque, por la falta de costumbre, se sentía un poco yonqui) y un señor farmacéutico entradete en años, gafas en la punta de la nariz, expresión inescrutable, después de varias idas y venidas entre estanterías de madera maciza adornadas con tarros de botica con más solera que él y yo juntos, me entregó una bolsa llena de fármacos y de esperanza. No sé si fue sugestión por mi parte, pero me parece que su mirada en ese momento quería decir algo así como: “Creo que ésta está fatal de lo suyo.” Aunque no le di mucha importancia. La opinión de un pintoresco desconocido no merecía ni entrar en la lista de espera de mi lista de problemas. Tenía un plan: Echar a esa tía triste del espejo. Tenía un objetivo: Volver a ser yo. Y tenía ayuda. Por primera vez sentí que no estaba sola ante el peligro. Y dormí como no lo había hecho en mucho tiempo, llena de proyectos e ilusiones que empezaron a plasmarse al día siguiente…